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La humanidad se salvó a sí misma cuando descubrió las bondades de la higiene.
Hasta entonces, y como ilustra Patrick Süskind en 'El Perfume', el mundo era un lugar bastante asqueroso, donde se mezclaban los olores de la comida, el sudor y la mierda.
Las infecciones volaban tranquilas, mientras las consecuencias de ignorar la esterilización y la profilaxis comprometían los avances de la medicina.
Hasta los reyes preferían rociarse con colonia antes que frotarse con jabón.
Definitivamente, la humanidad dio un paso importante cuando descubrió que era bonito lavarse las manos después de tocarse el pito.
El ser humano ya no era un cerdo revolcado en la porqueriza; ahora, era un pato con pretensiones de cisne.
Aumentó la esperanza de vida y el universo exigía que los cuerpos despidieran olor a nuevo.
Si el cielo era una nube de polución, se pedía que la axila del señor de al lado conociera el desodorante.
La limpieza competía también a la casa propia. El estado del hogar era el teórico espejo del alma de quien la habita.
Así, irrumpieron los pulverizantes, las lejías, los anticorrosivos y todos los agentes de la lavadora.
Así lo manda la sociedad.
Ducha diaria, dientes limpios tras cada comida y desodorantes en sitios estratégicos. La ropa, bien familiarizada con detergentes y suavizantes. Caras exfoliadas, hidratadas y afeitadas, por favor.
Y genitales bien guardados y perfumados.
Limpiarse y limpiar se convirtió pronto en obsesión para muchos, entre la necesidad de la impecable apariencia y el miedo visceral a la suciedad.
La astringencia del biocida, la persecución de lo blanco y su asociación con la pureza religiosa: la higiene y el orden se hacen actividades fanáticas.
Pero Dios nos salve de las contradicciones.
Tú, ser humano con aspiraciones de espíritu inodoro e indoloro, sigues teniendo culo y has descubierto que el sexo tiene gracia cuando es cochino.
Porque el cerdo, aunque limpio, cerdo es.
Es lo malo de pasar de un extremo a otro, desde el guarro castillo de Isabel de la Católica hasta la inquietante casa de Bree Van de Kamp, del tufo del recio a la sosez del metrosexual.
Como siempre, ¿en qué sitio del camino nos pasamos del lugar al que queríamos llegar?
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